Click para ver la Imagen. |
Lo de la inspiración tiene miga. Es cierto que, cuando te sientes arrebatado de inspiración, las palabras, las ideas, las historias parecen fluir por sí mismas, como si ya estuvieran escritas en algún sitio y tú sólo te limitaras a copiarlas, cual amanuense.
Pero en lo de la inspiración también hay mucho de camelo o de impostura. Siempre he creído que el artista que tiene a una musa a su lado, por ejemplo, la tiene más por placer estético (o por echar un casquete de vez en cuando) que por verdadera inspiración. Lo de las musas es una moda que se ha ido perpetuando pero es de todo punto absurda: como si un cirujano tuviera que tener a su lado a coach para hacer bien su trabajo.
La mejor inspiración es la transpiración: 8 horas sentado cada día frente a un escritorio y, hale, con los días, los meses o los años, obtendrás frutos que ni un ejército de musas podría recolectar.
Pero bueno, si nos ponemos un poco románticos, vale, mi truco para inspirarme es ducharme. En la ducha, bajo el agua, es cuando se me ocurren las mejores ideas. Como si la ducha fuera una cámara llena de ecos donde reverberan las ideas, o algo así.
Y los escritores también tienen sus propias técnicas. Vamos a descubrir algunas de ellas:
Hemingway, por ejemplo, escribía a lápiz, sobre papel de cebolla, y controlaba sus progresos anotando escrupulosamente el número de palabras que escribía a diario.
Goethe escribía de pie, con pluma, porque le desconcentraba el sonido del lápiz arañando el papel.
Robert Graves escribía en su casa de Mallorca, en una habitación donde todo estaba hecho a mano (exceptuando los interruptores de la luz). Decía que estar rodeado de cosas construidas de forma artesanal era importante para su actividad creativa.
A mí todo me suena más a manías o rituales que a catalizadores de la creatividad. Pero soy consciente de que hay servidumbres que si no se cumplen pueden interferir en la paz de espíritu.
Thomas Mann, por ejemplo, tenía en su estudio frascos de colonia, palanganas con agua de violetas en las que cada tanto se lavaba las manos, mientras que Rimbaud pasaba días enteros sin ocuparse de su higiene personal, escribiendo a veces desnudo (…). El escritor suizo Robert Walser, quien pasó los últimos 28 años de su vida recluido en un manicomio, escribía en minúsculos pedazos de papel que siempre llevaba encima, guardados en alguno de sus innumerables bolsillos. También Walter Benjamin presumía de tener una letra microscópica; de hecho, su ambición nunca realizada fue escribir cien líneas en una cuartilla.
Jack Kerouac escribió En el camino en un rollo de papel de teletipo, en sólo tres semanas. Por miedo a perder la concentración y la racha, supongo. Lo mismo que le pasaba a Ricardo Baroja, que pegaba los folios con engrudo para obtener un papel continuo que le permitiese escribir sin descanso.
Luego están los sitios predilectos para escribir. El mío son las cafeterías en el que existan un ligero runrún de gente charlando. Pero hay gente más maniática que yo:
Es el caso de Ramón María del Valle-Inclán, quien escribía de vez en cuando en un banco del Retiro, apretando las cuartillas contra el costado, con el muñón, para que no se las arrebatara el viento, o Raymond Carver, el autor de Catredal, que durante una época de su vida, a falta de un lugar tranquilo donde poder trabajar, se decidió por escribir en el coche.
Bernardo Atxaga, sin embargo, prefiere un espacio íntimo e inviolable, sin intrusos, exceptuando sus libros más cercanos y cuadros firmados por amigos suyos.
También es útil leer un poco antes de ponerse a escribir. A mí me funciona con Luis Landero: tiene una prosa tan musical que consigue desengrasarme el cerebro en pocos minutos. Pero Witold Gombrowicz leía mala literatura policiaca porque decía que la mala literatura despertaba la imaginación.
Stendhal encontraba sosiego leyendo el Código de Justicia napoleónico que, según él, le ayudaba a depurar su estilo.
El asunto de las mesas también es importante. Nada como una mesa bien firme y amplia para desplegar notas y documentación. Pero Ortega y Gasset se lo tomaba muy en serio:
quien en ocasiones utilizaba la mesa del comedor de su casa hasta que la familia, hambrienta, decidía poner punto final al trabajo por el expeditivo método de poner los platos.
Vía | Las bibliotecas perdidas de Jesús Marchamalo